El bárbaro, consumido por su furia destructiva, causó estragos en todo lo que encontró a su paso: derribó los pocos muebles de la celda, destrozó trozos de madera y piedra, y rasgó la ropa y pertenencias de sus compañeros.

En su frenesí, agarró una silla de madera y la estrelló contra la pared, haciendo que las astillas volaran en todas direcciones. Una de esas astillas golpeó al bárbaro, cortándole profundamente la mano. El bárbaro rugió de dolor y rabia mientras la sangre brotaba de su herida.

Mientras tanto, la sustancia repugnante que se había estado filtrando en la habitación hasta ese momento pareció drenar hacia afuera a través de una pequeña grieta creada por la conmoción, lo que llamó la atención del carcelero. El guardabosques, que se había quedado atrás, intentó calmar al bárbaro en su estado salvaje, lo que pareció funcionar.

El ladrón, sacando rápidamente una ganzúa de no se sabe dónde y con una mueca de dolor, decidió seguir intentando forzar la cerradura. No acostumbrado a forzar cerraduras con las manos sucias y los pantalones bajados, luchó con la cerradura y tuvo que tirar los dados con cierta desventaja.